#REFLEXIÓNIBERO Día de Muertos: Un ensayo sobre el duelo social en México

Lun, 30 Oct 2017
En momentos de crisis, se llegan a diluir los estratos sociales y todos se unen para alcanzar un fin
  • Brigadistas y voluntarios trabajando en el edificio colapsado en Álvaro Obregón, Ciudad de México (Tomada del Noroeste).
Por: 
Dra. Anne Johnson*

Primer momento. 24 de septiembre del 2017. Crisis y communitas.

No sentí tan fuerte el temblor del 19 de septiembre acá en la IBERO; de hecho, en el momento de estar en la zona de seguridad con los demás colegas (de nuevo, dos horas después del simulacro conmemorativo), pensé que no habría mayores consecuencias. Empecé a preocuparme por mis hijas en su escuela en Tlalpan después de ver las primeras imágenes filtradas en las redes sociales. Una hora tratando de salir del estacionamiento sin señal del celular fue suficiente para que la angustia me invadiera. Cuando recibí los mensajes de WhatsApp de la mayor (“¿Cuándo vas a llegar? Estamos aburridas”), más o menos me tranquilicé.  Y tres horas después, finalmente me pude reunir con ellas, y verificar que todo estaba bien. “Solamente el susto”, como dicen, aunque el susto no es cosa menor. Todo está bien, pero doy un sobresalto cada vez que escucho el alarma de algún coche y, como muchos, me cuesta dormir. Me siento vulnerable.

Todos somos vulnerables. Es difícil, en estos momentos, escribir un texto de análisis objetivo del alcance del '19-S', acontecimiento que ya cuenta con una abreviatura que se alojará en la memoria de los que lo vivimos, como el 9-11 en los Estados Unidos, porque es personal, porque todos somos vulnerables. Y es la vulnerabilidad el punto de partida de este texto de reflexión (más que análisis), y también su punto de llegada. Cuando la tierra debajo de nuestros pies tiembla, cuando las paredes de nuestros hogares, de nuestros lugares de trabajo o estudio, empiezan a moverse, amenaza nuestro sentido de estar 'parados' en el mundo que habitamos.

Nuestra seguridad física, claro, pero también existencial, se sacude. Escuché en los medios hace un par de días que el susto durante un terremoto se debe a una reacción natural frente a la mortalidad. Y ciertamente, la muerte está allí, ha estado allí desde el 7 de septiembre. Pero para mí, lo más fuerte no es el temor a la muerte en sí, sino la incertidumbre que genera la pérdida de confianza en que nuestro entorno nos está protegiendo. Los sismos no se pueden predecir, nos asegura en Servicio Sismológico Nacional (institución que, como bromea la autora de un meme viral, “ahora acecho más que a mi ex”). Aquí, en México, sabemos que son inevitables, dadas las condiciones geológicas de nuestro país, pero sabemos cuándo ocurrirán. Dos sismos seguidos, más réplicas y alarmas, nos tienen con el susto a flor de piel. No solamente la tierra, nuestros cuerpos también tiemblan, y así, se extiende la crisis más allá del momento del temblor. Somos vulnerables.

Siempre hemos sido vulnerables; como somos seres sociales, la vulnerabilidad forma parte de lo que podríamos llamar 'la condición humana'. Nuestro entorno es físico, pero también social, y dependemos tanto (o más) de los lazos con otros seres humanos como del mundo material. Hay que recalcar que los vínculos humanos también son precarios, y cuando hay una pérdida, o una fractura en nuestras relaciones, nos debilita. Claro está, algunas vidas son más precarias que otras, y hay de vulnerabilidades a vulnerabilidades.

Aquel día en que nuestra vulnerabilidad frente al entorno social y ambiental salió a flote, nos dimos cuenta de la fuerza de los lazos humanos: aquellos vínculos tan frágiles fueron los mismos que nos permitieron enfrentar la incertidumbre y la pérdida. En mi caso, una colega se aventó cuatro horas de viaje para acercarme a donde vivo; una maestra de la escuela de mis hijas las llevó a casa; una vecina y otra compañera pasaron al departamento para ver si estaban bien las niñas; llegaron una cantidad de mensajes de preocupación y apoyo. Y claro, traté en la medida de lo posible de poner mi grano de arena.

Lo vimos y vivimos una y otra vez durante la semana pasada: las personas, de posiciones 'estructurales' muy distintas —distintas edades, distintas clases socioeconómicas, distintas procedencias, entre otras distinciones—, formando cadenas humanas, trabajando de rescatistas, apoyando a las brigadas, llevando víveres y suministros, organizando, apoyando, informando, levantando el puño, levantando la voz… Han surgido momentos de lo que el antropólogo Victor Turner (1988) llamaría communitas, es decir, un fenómeno en que las personas experimentan una intensa sensación de convivencia y pertinencia, y parecen desaparecer las distinciones sociales, que se pueden caracterizar como una especie de reconocimiento radical. La communitas se alterna con la estructura social 'normal', caracterizada por diferencias y desigualdades.

Esta celebración de relaciones horizontales que resalta la colectividad es necesariamente transitoria; pero aun así, puede tener un impacto fuerte en la sociedad. Eso es lo que ocurrió después del sismo de 1985, cuando las formas de organización social que aparecieron en la emergencia se tradujeron a verdaderas movimientos sociales, capaces de alterar la vida política en México. En el vacío de acción estatal, se creó una auténtica sociedad civil. En el caso del sismo de 2017, parece que algo similar está pasando. Si bien las autoridades han sido más visibles durante la crisis actual —una lección política aprendida justamente hace 32 años—, es la sociedad en su conjunto que dado la cara para enfrentar la situación. El verdadero peligro está en el regreso a la 'normalidad', a la reinstauración de la estructura social y la vida cotidiana marcada por las relaciones más bien verticales.

Segundo momento. 19 de octubre del 2017. El peligro del regreso a la normalidad.

La crisis pareciera haber terminado. Ya estoy durmiendo un poco mejor. Los restos de muchos edificios están escondidos tras cercas y bardas (“aquí no pasó nada”), no hay brigadas en las calles ni llamadas urgentes solicitando apoyo en redes sociales. Pero el sismo del 19 de septiembre dejó un saldo de 369 muertos en Puebla, Morelos, el Estado de México, Guerrero, Oaxaca y la Ciudad de México, decenas de miles de viviendas derrumbadas o severamente dañadas, afectaciones al patrimonio material en muchos poblados, más un conjunto de consecuencias ecológicas que todavía no se puede vislumbrar.

Hay retos fuertes respecto a la reconstrucción en muchas regiones del país que van más allá de los miles de millones de pesos que supondrá este proceso en términos económicos. Está en juego la garantía de una vida digna para las y los mexicanos que perdieron seres queridos, viviendas, empleos y seguridad física y emocional. ¿Será posible mantener la energía colectiva de la sociedad civil? ¿O esta fuerza será cooptada y canalizada por los partidos políticos, u otros actores que operan a partir de intereses propios?  

Las relaciones que establecemos con otros seres humanos son poderosas, pero frágiles: tienen que reconstituirse permanentemente, o corren el riesgo de debilitarse o de romperse. Por lo tanto, más que regresar a la estructura social 'normal', habrá que llevar la experiencia de la communitas a la construcción de andamios sociales de apoyo mutuo—hechos de contactos, comunicaciones, acciones y narrativas—con mayor énfasis en las relaciones horizontales que nos permitirían fortalecernos como sujetos individuales y colectivos, y enfrentar con mayor estabilidad en una nueva “normalidad” que combine el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad colectiva con la disposición colectiva de hacerla frente desde la unión.

Tercer momento. 24 de octubre del 2017. La productividad del duelo.

Cada año, la celebración de los Días de Muertos en México proporciona un marco para la reflexión sobre la pérdida en el contexto nacional, un momento para analizar las experiencias de violencia, muerte y duelo actuales. En este sentido, las ofrendas móviles y el ofrenda monumental —eventos turístico-culturales patrocinados por el Gobierno de la Ciudad de México— estarán dedicados este año a las víctimas del sismo y a 'la cultura solidaria'.

Como señaló Freud ya hace muchos años en Duelo y melancolía (1917), el proceso del duelo suele permitir que una persona que ha sufrido la pérdida de un ser querido en un momento dado logre superar sus sentimientos de tristeza y enojo, con la finalidad de 'salir adelante' con su vida a pesar del vacío que deja la ruptura de una relación humana y que demuestra la vulnerabilidad del sujeto ante el otro, cuya ausencia amenaza la integridad del 'yo' (Butler, 2004: 31). Las ofrendas que se crean en espacios privados y familiares intentan llenar este vacío, por lo menos parcialmente, con objetos e imágenes mnemónicas que sustituyen a la persona ausente. Y en los rituales de la muerte, se reafirman los lazos sociales entre el sobreviviente y sus semejantes.

Pero lo que llama la atención no es simplemente el proceso psíquico individual, sino también los procesos sociales de duelo. En ciertas situaciones, los sujetos colectivos podrían tener dificultades con los procesos 'normales' de manejo de pérdida, sobre todo cuando la muerte ocurre de manera repentina o por violencia. El aplazamiento de estos procesos es particularmente evidente cuando no hay acceso a la justicia o reconciliación con la muerte.

Como señalé líneas arriba, la pérdida, sobre todo la pérdida por violencia (o por desastre socio-natural), nos expone a todos y todas como sujetos vulnerables (Butler, 2004: 28). Nos deja a todos truncados, como personas y como sociedad. Pero al recordarnos nuestros lazos afectivos con otros seres humanos y la responsabilidad ética que tenemos hacia ellos, compartir el duelo —tanto el luto “normal” como la melancolía indignada— permite la emergencia de un sentido de comunidad, o hasta de un movimiento político colectivo.

En el contexto de las reflexiones que brotan alrededor de los días de muertos, más allá de su patrimonialización y utilidad para atraer a los turistas que se deleitan con desfiles de esqueletos y otras expresiones que aquella 'intimidad mexicana con la muerte', se me hace apropiado pensar que el duelo también es político. Sostener el luto de manera colectiva—resistir el regreso a la normalidad, rehusar 'dejar ir' a los muertos—, abre la posibilidad de mantener una relación crítica con el pasado y, por lo tanto, la posibilidad de luchar para un futuro justo para los más vulnerables. Cierro con las palabras de Douglas Crimp, académico y activista, en un estudio sobre la epidemia del sida en los Estados Unidos y el movimiento social a favor de un trato digno para sus víctimas: “Militancia, claro, entonces, pero duelo también: duelo y militancia” (1989: 16).

*La Dra. Anne Johnson es coordinadora del posgrado en Antropología Social de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México

ICM

 

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